¿Quién habla cuando digo “yo”?
Podríamos pensar que la respuesta es obvia. Yo, ¿no? ¿Quién más va a ser?
Pero… ¿y si no?
¿Y si, justo en el momento en que más seguros estamos de ser nosotros mismos, resulta que estamos equivocados?
Hoy quiero hablarles de algo que nos atraviesa a todos: la conciencia, el inconsciente, el lenguaje… y esa palabra tan familiar como misteriosa: “yo”.
Porque cuando digo “tengo hambre”, o “me duele”, o incluso “yo soy así”, parece que estoy hablando de mí, desde mí. Pero… ¿y si esas palabras no fueran tan nuestras como creemos?
¿Y si hay otras voces que hablan en nosotros sin que lo sepamos? Voces que vienen de más lejos: del pasado, de lo que reprimimos, de lo que nos enseñaron, de lo que nos quieren hacer creer.
Freud diría: es el ello el que habla.
Hume, por su parte, lo sospechó antes: el yo… podría no existir.
Y Descartes… bueno, él estaba seguro de que si pensaba, entonces existía. Pero ¿y si lo que creemos pensar no fuera del todo nuestro?
Eso es lo que quiero explorar con ustedes:
¿Somos realmente los autores de lo que decimos?
¿Tenemos opiniones propias… o simplemente reproducimos las de otros?
Y en el fondo, la pregunta más inquietante de todas:
¿Existe el “yo”?
¿O es solo una historia bien contada?
Lo que está en juego es inquietante: ¿somos realmente los autores de lo que decimos, de lo que pensamos, de lo que creemos ser? ¿O somos, sin saberlo, hablados por algo o alguien más? Esta duda se infiltra justo en el corazón de lo que creemos más auténtico: cuando digo “tengo hambre”, “me duele”; cuando afirmo “soy malhumorado”; o incluso cuando defiendo una opinión política como si fuera mía (“debamos ir a la guerra”).
¿Es verdaderamente yo quien habla en estos casos? ¿O hay otra cosa —más oscura, más profunda— que se expresa a través de mí?
Podríamos comenzar por el camino del sentido común. En los primeros ejemplos (“tengo hambre”...), parece evidente que soy yo quien habla. Así lo creía Descartes: “pienso, luego existo”. En mi curso sobre la conciencia, y también en el curso introductorio sobre el idealismo, abordo este tipo de afirmaciones, comparando el famoso genio maligno cartesiano con la simulación de Matrix. El argumento cartesiano nos tranquiliza: sí, soy yo quien habla. Al menos, eso creemos.
Pero luego aparecen fisuras en esta aparente evidencia. Y es entonces cuando comienza la intriga (segunda parte). ¿Qué pasa cuando me atribuyo cualidades que no tengo? ¿Y si estoy profundamente equivocado sobre mí mismo? Aquí es donde Freud lanza su bomba: no siempre somos quienes creemos ser. Quizá no soy yo quien dice “yo”, sino el ello que toma la palabra por mí. Una fuerza que habita en mí, que me impulsa, que me manipula desde dentro… sin que yo lo sepa.
¿O tal vez no es el inconsciente, sino algo aún más escurridizo? Las pasiones, las pulsiones, o incluso —y esto es aún más inquietante— la sociedad misma. ¿Y si mis opiniones no son mías, sino el eco de discursos que me han sido impuestos? ¿Y si cuando creo pensar libremente, solo reproduzco lo que otros quieren que diga? Los medios, la cultura, la educación… ¿y si todo eso ha colonizado mi “yo”?
Entonces la pregunta se vuelve más radical: ¿existe realmente un “yo”? ¿O es una construcción ilusoria, una ficción útil?
Hume ya lo sospechaba mucho antes de Freud: el “yo” no es más que una colección de percepciones, una ilusión de continuidad. Retomo esta crítica en la segunda parte del curso sobre la conciencia.
Lo que parecía ser una exploración íntima, personal y filosófica, se convierte poco a poco en un descenso al misterio:
¿Quién, en realidad, está hablando cuando digo “yo”?
¿Y si no soy yo?
Segunda parte: Cuando el “yo” se desmorona
Aquí entramos en terreno más inestable.
Porque ¿cuántas veces nos decimos cosas como:
“Yo soy así.”
“Soy una persona fuerte.”
“No soy celoso.”
...y luego, la vida nos contradice?
Me atribuyo cualidades que tal vez no tengo. Me describo con palabras heredadas de mis padres, mis amigos, mis maestros, mi cultura.
Y aquí aparece Freud con su idea revolucionaria:
No somos dueños de nuestra propia casa.
Según él, hay en nosotros un inconsciente que habla, que desea, que actúa… sin que nosotros lo sepamos. Entonces, cuando digo “yo”, puede que sea el ello el que se expresa, disfrazado.
Y no solo Freud. Pensemos también en los medios, la publicidad, la política. ¿Cuántas veces creemos tener una opinión “propia”, cuando en realidad solo estamos repitiendo lo que escuchamos mil veces?
Un ejemplo simple:
“No creo que debamos ir a la guerra con Irak.”
¿Esa idea nació en mí? ¿O la leí en Twitter? ¿O me la dijo alguien?
¿Y si somos ecos más que autores?
Tercera parte: ¿Existe el “yo”? — de Hume a la Matrix
Aquí la cosa se pone aún más inquietante. Porque incluso si aceptamos que hay fuerzas que nos influyen, aún creemos que, en algún lugar profundo, hay un “yo verdadero”.
Pero David Hume, en el siglo XVIII, nos lanza un balde de agua fría.
Él buscó ese “yo” en su propia experiencia interior… y no lo encontró.
Solo vio percepciones, ideas, recuerdos, sensaciones que iban y venían.
Y concluyó:
“No hay un yo. Solo una sucesión de impresiones.”
Y si te parece demasiado abstracto, piensa en Matrix.
¿Qué tal si todo lo que creemos vivir… está siendo controlado, manipulado, simulado?
¿Qué tal si ese “yo” que creemos ser no es más que una construcción del sistema?
Un personaje más dentro del guion.
Conclusión: ¿Quién habla… cuando digo “yo”?
Volvemos a la pregunta inicial.
¿Quién habla cuando digo “yo”?
Quizá a veces soy yo.
Quizá otras veces es mi inconsciente.
O mi cultura.
O mis miedos.
O mis pasiones.
Tal vez el “yo” no es un punto fijo, sino una historia que nos contamos para sostenernos.
Una historia útil. Reconfortante.
Pero también… frágil.
Y por eso, vale la pena preguntarlo una y otra vez.
No para destruirnos, sino para entendernos.
Y, quizás, para hablar un poco más desde un “yo” que, si no es del todo real… al menos es un poco más lúcido.
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